LA
HISTORIA DE PEPILLO DE LA TORRE, EL PAJARITO QUE NO SABÍA VOLAR
Pepillo de la Torre
eclosionó un apacible día de agosto en el nido de sus padres. Como
buenos petirrojos, Emilia y José habían elegido un precioso y
acogedor nidito adosado a las afueras del parque, lejos de los ruidos
y la algarabía del centro, en la Urbanización “Los Pajaritos”.
La inmobiliaria les había aconsejado esa zona no solo por la
tranquilidad, sino también por los servicios de que disponía:
fuente de agua potable para chapotear, frondosos y verdes jardines
repletos de gusanitos e insectos para comer, paseos con bancos para
los humanos con arrugas que lanzaban migas de pan al suelo, farolas
altas para posarse, riego por goteo para beber...
Todo era ventajas,
así que los padres de Pepillo hicieron un gran esfuerzo, y con las
semillas ahorradas de toda una vida, compraron el nidito adosado
orientado al Sur en la rama 24 del fresno nº 8.
Para Pepillo su
nacimiento fue un momento excitante. Desde que su madre había puesto
los cuatro huevos, no había dejado de pensar en el momento de su
eclosión. Ya dentro del cascarón había intentado piar para
comunicarse con sus hermanitos, pero tan bien precintado estaba el
huevo que apenas había podido emitir sonido alguno. Soñaba con
romper el cascarón, saludar a sus hermanos y alimentarse mucho para
hacerse fuerte y aprender a volar en la escuela. Sin embargo, Pepillo
se adelantó a su eclosión una semana debido a las ansias que tenía
por salir, lo que sorprendió a sus padres sobremanera.
- ¿Seguro que no es un
cuco? – preguntó intrigado José a su mujer-. ¡No es normal que
haya nacido tan pronto! ¡Y mira que grande y hermoso ha salido!
Todos los pájaros de la
Urbanización conocían de sobra las incursiones de los cucos en esa
zona del parque. Estas aves se introducían sigilosamente en los
nidos con huevos de otras parejas para depositar el suyo, y tan
pronto lo dejaban, se iban. Los propietarios del nido apenas notaban
la diferencia, e incubaban el huevo del cuco junto con los suyos sin
percatarse de que había uno de más. El polluelo de cuco eclosionaba
siempre antes que el resto, así se alimentaba mejor y se criaba más
fuerte que los demás. Por esta razón José, el padre de Pepillo,
dudaba de la naturaleza de su hijo.
- No puede ser un cuco,
cariño - le respondió Emilia-. Míralo bien, tiene tus ojos... y tu
pico.
José no podía negar el
parecido de su polluelo con él, pero seguía intranquilo.
- ¿Estás segura de que
pusiste cuatro huevos? - preguntó enarcando una ceja-. ¡A lo mejor
deberíamos hacer una prueba de paternidad!
Emilia miró a su marido
enojada. Puso su ala izquierda sobre la cintura y con la derecha le
señaló la salida del nido adosado.
- ¡Ya estás buscando
lombrices para tu hijo, y como escuche otra tontería igual duermes
en el sofá! - y acto seguido encendió la aspiradora para limpiar el
nido, pues el médico de cabecera le había recomendado mantener las
habitaciones libres de ácaros.
“Igualita que su
madre”, pensó José, y se fue a por lombrices. “Quizás a este
huevo le daba más el Sol y por eso ha incubado más deprisa. ¡Es lo
que tiene un nido orientado al Sur!”. Intentaba justificar en vano
el adelanto de Pepillo.
José se cogió la baja
por paternidad antes de lo previsto, y se limitó a alimentar a
Pepillo y a mantener el pico cerrado para no enfadar a su esposa.
Pepillo sin embargo no entendía nada de lo que ocurría. ¿Dónde
estaban sus hermanitos? ¿Por qué no salían del cascarón? ¿Por
qué reñían tanto sus padres? ¿Qué era eso de la hipoteca del
nido de la que tanto hablaban? ¿Qué querían decir con que era
prematuro? No comprendía muchas cosas de los mayores, pero no le
importaba porque en breve romperían el cascarón sus hermanos y
tendría con quién jugar y hablar.
Una semana más tarde
eclosionaron los tres huevos restantes; Manolillo, Paquito y
Carmencilla, en ese orden. José y Emilia recibieron a los tres
polluelos con gran alegría y alborozo, pues ahora sí que podrían
recibir las Ayudas por Familia Numerosa, y eso era una muy buena
noticia. Pepillo los recibió uno a uno según iban rompiendo el
cascarón, pero en lugar de sonreírle y contestar a su saludo,
rompían a piar escandalosamente pidiendo alimento a sus padres.
Pepillo les iba dando
pequeños insectos que caían en el nido o que capturaba él mismo,
pero no recibía a cambio agradecimiento alguno. ¡¡Incluso se
peleaban por los gusanitos entre ellos!! A Pepillo le entristecía el
comportamiento de sus hermanos, y pronto se dio cuenta del rechazo
que sufría por su parte. No jugaban ni eran cariñosos con él. ¿Era
por su tamaño? Pepillo pensaba que al ser más grande quizás les
daba miedo. Al fin y al cabo era una cresta más alto que ellos e
incluso calzaba un 18 cuando sus hermanos usaban un 16 de pezuña.
Con el paso de las
semanas todos los polluelos fueron echando pluma y haciéndose más
fuertes. Su madre además les daba jalea real y vitaminas por las
mañanas para que crecieran sanos. Carmencilla, la más pequeña de
la prole, observaba desde el nido a los gatitos del parque
amantándose de leche de la mamá gata, lo que le generaba dudas.
- Mami, ¿no nos das
leche a nosotros? - le preguntó un día a Emilia.
- Carmencilla - le
contestó–, hay que evitar las dietas ricas en Calcio porque los
pájaros debemos tener los huesos huecos para pesar menos, lo que nos
ayuda a volar.
Sin embargo Pepillo no
podía asomarse al balcón como los demás, pues cuando miraba hacia
abajo veía todo difuso y sufría vértigos, y tenía que regresar al
fondo del nido para recuperarse del mareo. Le inquietaba mucho todo
esto, porque si no podía soportar las alturas... ¿cómo iba a echar
a volar? Manolillo y Paquito se reían de él y se mofaban piando a
cada momento “Pepillo tiene vértigos, Pepillo tiene vértigos “.
Sólo Carmencilla le respetaba y evitaba unirse a las crueles
canciones de sus hermanos, sin embargo no podía defenderlo porque
era la más pequeña y estaba en desventaja. A Pepillo no le
preocupaba estar sólo frente a sus hermanos porque era más grande y
fuerte que ellos, pero tampoco se aprovechaba de esa ventaja para
defenderse, pues no le gustaba la violencia y evitaba los
enfrentamientos.
“¿No seré adoptado?”, pensaba Pepillo al verse
tan distinto de sus hermanos.
Un
día Emilia reunió a todos sus polluelos y les dio una noticia:
-
Chiquitines míos, ya sois fuertes y sabéis piar lo básico – y
miró a todos cariñosamente-. Mañana iréis a la escuela para
aprender lo necesario; como a mover las alas correctamente, a piar
advirtiendo del peligro a los demás, a localizar insectos entre la
hojarasca, a diferenciar los trozos de pan de los filtros de las
colillas... y muchas otras cosas interesantes y útiles para cuando
echéis a volar por libre.
Todos
excepto Pepillo estaban entusiasmados con la escuela, pues pensaba
que iba a encontrar el mismo rechazo entre los compañeros de clase.
Sin embargo no fue así, porque al colegio acudían polluelos de
muchas especies diferentes, como abejarucos, golondrinas, ruiseñores,
mirlos, gorriones, autillos, chorlitos, estorninos... y al ser casi
todos distintos en formas y colores, Pepillo de la Torre pasaba más
desapercibido entre ellos. Sólo al juntarse con sus hermanos
destacaba por su tamaño, por lo que decidió evitarlos tanto como
pudiera, y al mismo tiempo esquivaba sus burlas. Tal era la
diversidad de especies en la clase que hasta tenían un pajarillo
extranjero de intercambio, un polluelo de cigüeña, al parecer.

Pepillo
pronto destacó sobre los demás alumnos por su gran inteligencia.
Demostraba un instinto superior a sus compañeros a la hora de
resolver situaciones cotidianas. Era el primero en localizar
lombrices bajo el suelo por las vibraciones que sentía en su pico,
siempre reaccionaba el primero cuando se aproximaba sigilosamente un
gato entre los arbustos... pero era en la asignatura de Educación
Física donde desplegaba todo su poderío. Gracias a que era más
grande que el resto, tenía más fuerza y mejores reflejos. Pepillo
era capaz de excavar con el pico más deprisa que los demás, también
era el más veloz corriendo por la gravilla del parque, y en las
clases de natación nadie era capaz de superarlo.
Flojeaba no obstante en
la Asignatura de “Vuelo”, donde la teoría no significaba un
problema para él, pero cuando tenían las clases prácticas se ponía
excesivamente nervioso y no daba pata con bola. En cuanto se
aproximaba a la plataforma de despegue comenzaba a marearse y a sudar
como un pollo, las alas le temblaban y la cola se le plegaba hacia
abajo, lo que le impedía despegar correctamente. Todos sus
compañeros habían realizado varios saltos, con mejor o peor éxito,
pero Pepillo de la Torre era incapaz de asomarse al vacío. Debido a
estos problemas, la tutora de Pepillo, Doña Juani, una paloma vieja
y experimentada, citó a sus padres una tarde en la escuela para
hablar con ellos.
- Pepillo tiene que ir a
“Clases Particulares de Vuelo” - les dijo la maestra, sin
rodeos-. Muestra unas aptitudes increíbles en el resto de
asignaturas, pero tiene un grave problema con el salto... – e hizo
una pausa-. ¡¡Es que no lo da!!
Emilia y José se miraron
sorprendidos, pues desconocían este hecho.
-
Pepillo es tremendo en la Asignatura de “Caza” - continuó la
maestra-, ¡coge las moscas al vuelo! Destaca sobremanera en clase de
“Amenazas”, pues intuye el peligro de forma innata. Y no digamos
en “Bricolage”... construye unos nidos espectaculares.
-
¡Y en Educación Física! - apuntó orgulloso José.
-
Y en Educación Física... – subrayó Doña Juani levantando un
ala-. Pero no es suficiente para sobrevivir en este mundo tan
peligroso y lleno de depredadores por todas partes – y miró a los
padres de Pepillo y agitó la cabeza adelante y atrás, como suelen
hacer las palomas-. ¿Qué hará cuando se vea rodeado de gatos?
¿Cómo se salvará de un incendio si el árbol se prende? ¿Cómo
picoteará la fruta de las ramas?...
Los padres
de Pepillo guardaron silencio, pero sus caras expresaban lo mismo que
la maestra: preocupación. Doña Juani les señaló un cuenco con
lombrices que tenía sobre la mesa de su despacho invitándoles a
coger.
-
Por favor, tomen unos caramelos y piensen en lo que les he dicho.
Emilia
y José picotearon unas lombrices por cortesía y se fueron volando a
su nido adosado para decidir qué hacer con Pepillo. Ya en su
dormitorio, José se miraba la cresta en el espejo del baño.
-
Estoy perdiendo plumas de los disgustos - piaba preocupado a su
esposa-. ¡Tengo una pequeña calva y todo! ¡Mira! – y le señaló
la coronilla con un ala.
-
No digas tonterías - le espetó su mujer, acercándose-. Se te caen
más plumas ahora porque es Otoño, ¡como a todo el mundo por estas
fechas! - y echó un vistazo a su marido por encima-. Quizás debamos
llevar a Pepillo al psicólogo...
-
¿Al psicólogo? - trinó su marido-. ¿Tú sabes las semillas que
nos quedan al mes después de pagar la hipoteca? - José levantó las
alas y bajó una cajita que tenían escondida encima del armario-. Ya
hemos pagado la luz y el gas, también el material escolar de los
niños, que no sé para qué necesitan tantos libros, pero bueno...
-
Sí, lo sé – continuó su mujer-. Y si queremos veranear otra vez
en Doñana... ¡no podemos tener más gastos! Hay que buscar una
solución.
-
¡La madre que te parió! - pió José con las plumas extendidas.
-
¡Oye, un respeto! - le contestó enojada su esposa-. ¡No te pongas
gallito!
-
No, no, mujer... - la tranquilizó José-. Digo que tu madre, que
como fue psicóloga... podría tratar a Pepillo en su consulta... –
e hizo una pausa- ...de gratis...
-
¡Mi madre se jubiló hace unos años, por si no te acuerdas! -
puntualizó Emilia con las alas en jarras-. ¡Y quién sabe dónde
estará ahora con tantos viajes que organizan últimamente para los
pensionistas! ¡En cualquier humedal e hinchándose con los bufetes
libres de esos, que les ponen migas de pan resecas y todo!
-
Bueno, llámala - le dijo suavemente su esposo-, no perdemos nada...
Emilia
cogió el móvil y comenzó a teclear el número de su madre.
-
¡Pero llámala por el fijo, mujer! - le pió José con gesto de
ruego-. ¡Que nos salen gratis las llamadas Inter-forestales! ¡Y
además os pasáis horas y horas dándole al pico!
Unas
semanas después, y aprovechando que empezaban las vacaciones de
Navidad, Pepillo de la Torre se fue a visitar a su abuela, doña
Gabi, a otro parque de la ciudad. Como no podía volar, sus padres
tuvieron que pagarle un billete de “Viajes el Pato Inglés”,
donde podía viajar transportado en una cestilla colgada de dos
fuertes y potentes patos.
Todos sus hermanos le despidieron en el
hangar haciéndole burlas. Como además le daba miedo abrir los ojos,
los llevó tapados con una cinta negra todo el trayecto, por lo que
no pudo disfrutar del vuelo. Cuando Pepillo bajó de la cesta, su
abuela lo reconoció por su trino además de por los vómitos, pues
aún no se habían visto desde que eclosionó. Doña Gabi era una
petirroja entrada en años, regordeta, y llevaba el plumaje cardado
con una permanente típica de las señoras de su edad. Su color era
apagado, y en la patilla derecha llevaba una especie de anillo dorado
con una fecha impresa en él.
-
Hola abuela - la saludó con educación-. ¿Qué es eso que lleva en
la pata?
-
Oh, esto... – Giró la cabeza hacia abajo-, es mi anillo de
compromiso.
- Le he traído de parte
de mi padre una lata de insectos en escabeche y una tarta de gusanos
- le dijo Pepillo mientras sacaba de su bolsa de viaje dos cajitas
bien precintadas y con lacitos rojos-. ¡Son productos típicos de
nuestro parque!
-
¡Bien sabe tu padre que yo sólo como ensaladas de moscas! - grunó
doña Gabi con gesto adusto-. Nunca me ha caído bien este José.
Dejaba plantada a mi hija y se iba de picos pardos. ¡Siempre ha sido
un pájaro!
Pepillo
y su abuela se fueron andando hacia un viejo roble que crecía junto
a un estanque. A lo lejos Pepillo avistó una figura en la base del
árbol, parecía un animalillo chiquitín, pero no lo distinguía
bien.
- ¿Qué hay allí,
abuela? – preguntó. Doña Gabi lo miró extrañada.
Al aproximarse descubrió
que era un topillo. Llevaba una serie de papelillos pegados en el
pecho. Tenía los párpados cerrados, pues como todos sabemos, los
topillos son ciegos. En la mano llevaba un palillo usado a modo de
bastoncillo.
- Es Benito, el vendedor
de cupones del parque - susurró doña Gabi a su ñieto. Luego se
dirigió al topillo-. Benito, guapo, dame uno que toque.
Tomaron el ascensor para
subir, ya que la abuela era demasiado anciana como para volar con
Pepillo a cuestas, y una vez arriba entraron en un amplísimo
ático-nido con unas espectaculares vistas al estanque. Pepillo trinó
de admiración.
- ¿Así que tienes
problemas para volar? – le preguntó la abuela desde la cocina
mientras ponía al fuego una olla repleta de agua.
- Sí... me mareo en las
alturas – admitió Pepillo con resignación-. Mis hermanos ya
llevan la L de prácticas a la espalda mientras que yo aún ni he
podido dar un salto en condiciones... y lo peor de todo es que se
ríen de mí. Me desprecian porque no sé volar.
- Bueno, eso debe tener
alguna causa, porque no pareces un miedica - dijo doña Gabi
mirándolo de arriba abajo-. Una vez cacé un gusano de seda y me
contó que su madre había puesto 500 huevos de una sentada, y que
ninguno de sus hermanos le llamaba ni le escribía, así que no te
apures, son cosas normales.- La abuela le señaló un adorno de
cerámica que había sobre una estantería-. Anda, Pepillo, que tú
eres más alto que yo. Alcánzame esa vasija de ahí encima, que yo
no llego.
- ¿Qué es esto? - le
preguntó mientras le daba la extraña vasija.
- Son las cenizas de tu
abuelo - contestó Gabi mientras abría la tapa, acercaba la urna a
la olla y vertía unas pocas cenizas en el agua-. Hoy cenamos caldo
de pollo.
Una semana después, los
padres de Pepillo recibieron una llamada de doña Gabi. José cogió
el teléfono esperando que fuera su hijo el que llamaba.
- ¡Hijo mío! – trinó
de alegría-. ¿Cómo estás? ¿Te da bien de comer la bruja?
- ¡Come mejor que en su
casa, pájaro de mal agüero! – le contestó su suegra al otro lado
de la línea-. ¡Pásame con mi hija, zoquete!
José soltó el teléfono
del susto y se fue corriendo del salón. Emilia tomó el auricular
sabiendo de antemano que era su madre la que estaba llamando.
- ¡Hola mamá! ¿Cómo
está Pepillo? ¿Se porta bien? – le preguntó mientras se atusaba
las alas-. ¿Pía por las noches en sueños? ¡Que no me entere yo de
que le has dejado la video-consola para jugar, que luego es muy
difícil quitarles los vicios! Ah, ya sabes que el billete era de ida
y vuelta, no tienes que comprar otro ticket, porque estamos en crisis
y hay que ahorrar...
- Emi, hija mía... –
contestó doña Gabi con un suspiro de paciencia-. No será necesario
el billete porque el niño volverá volando conmigo.
- ¿Cómo? - preguntó
Emilia, perpleja-. ¡¿Cómo has dicho que volverá el niño?! -
trinó a su madre.
- Volaaaaando, hija,
volaaaaando... – repitió doña Gabi, mascando las palabras.
- No puede ser, no es
cierto.- La emoción llenó de lágrimas los ojos de Emilia.
- Dentro de una semana
estaremos allí - le dijo doña Gabi, y colgó.
Emilia y José estuvieron
toda la cena pensando en Pepillo. ¿Qué había podido hacer la
abuela para que el niño venciera su miedo? ¿Cómo era posible que
en una semana hubiera terminado con su vértigo? ¿Les devolverían
los de “Viajes el Pato Inglés” las semillas que habían pagado
por el billete de vuelta?
Era muy importante que Pepillo aprendiera a
volar para no perder las Becas para Migración que otorgaban todos
los años desde la Consejería de Vuelo. Cansados de pensar en el
futuro, mulleron el colchón de pluma de ganso que les regalaron por
su boda, ahuecaron las alas y se pusieron a dormir soñando con
gusanos, lombrices y frutos secos.
Pasadas las dos semanas
de vacaciones de Navidad, y transcurrida una semana desde que
hablaron con doña Gabi, Emilia y José se prepararon junto con sus
polluelos para recibir a Pepillo y a la abuela. Sin embargo, el día
avanzaba y éstos no llegaban. Carmencilla aprovechó para hacer los
deberes del colegio, pero tuvo una duda.
- Mami - pió Carmencilla
a su madre-. Si el masculino de la gallina es el gallo, y el
masculino de la vaca es el toro... ¿Cuál es el masculino de la oca?
- Ay, hija mía... –
contestó Emilia-. El masculino de la oca es el parchís.
Y como estaban tan
nerviosos, se pusieron a jugar al parchís en el salón. Y cuando ya
se habían olvidado de Pepillo y doña Gabi, de repente aparecieron
ambos en la terraza del nido. Tal fue la sorpresa para la familia que
nadie pudo articular un trino. A Manolillo, que estaba agitando el
cubilete en ese momento, se le escapó el dado y le golpeó en el
ojo. Al piar de dolor reaccionaron los demás, y fueron volando a la
terraza. Todos estaban alucinando con Pepillo. ¿Cómo era posible
que hubiera llegado volando, con el miedo que tenía a las alturas?
Todos abrazaron a la abuela y a Pepillo, aunque sus hermanos lo
miraron de reojo.
- ¡Madre, por el amor de
Dios! – trinó Emilia-. ¿Cómo lo has curado?
Doña Gabi se sonrió y
metió el ala en su bolso. Sacó un objeto y se acercó a Pepillo.
Como estaba tan rellenita no pudieron ver lo que hacía, pero cuando
se retiró, todos piaron de la sorpresa. ¡Pepillo tenía puestas
unas gafas!
- ¡Vuestro hijo tiene
miopía! ¡Que sois unos melones! – chilló Doña Gabi-. Sospeché
de su mala visión cuando lo llevé a mi ático-nido y no pudo
distinguir de lejos al topillo que vendía los cupones, así que lo
llevé al oftalmólogo para que le revisara la vista. ¡Y sonó la
campana! ¡Vuestro Pepillo no es que tenga miedo a las alturas, es
que como no ve bien de lejos, al asomarse desde tan alto ve todo
borroso y se marea!
Todos piaron asombrados y
se acercaron a Pepillo para verlo mejor. Llevaba unas gafas
especiales para pajarillos, con una cinta elástica para que no se
cayeran de la cabeza. Estaba distinto, parecía un intelectual,
parecía... ¡más inteligente y todo!
- Ahora puedo volar sin
miedo a los mareos - trinó orgulloso Pepillo-. ¡Y podré irme de
migraciones con vosotros! ¡Y además con la compra de estas gafas me
han regalado otras de sol porque estaban de promoción 2 por 1!
Sus hermanos lo miraban
absortos, se habían quedado con el pico cerrado. De pronto Manolillo
y Paquito se miraron, y se les empezó a dibujar una sonrisa en el
pico. Se volvieron hacia Pepillo y comenzaron a cantarle “¡Cuatro
ojos! ¡Cuatro ojos!”, pero a Pepillo ya le daban igual las burlas,
sabía volar y eso le hacía enormemente feliz. No le importaba que
se rieran de él. Se acercó a Carmencilla y la cogió del ala. La
pequeña notó que su hermano le había depositado algo. Era un
cartoncillo con un número y una foto de un ánade.
- Es un cupón para el
“Sorteo del Polluelo”, ahora en enero. A ver si te toca - le
explicó Pepillo, y se marchó volando por la terraza piando una
canción.
Emilia y José estaban
reunidos con doña Gabi en el salón, hablando de cosas de mayores
mientras tomaban un revuelto de gusanitos con sémola de trigo. La
abuela miró en derredor para comprobar que los críos no la
escuchaban y les susurró:
- Por cierto, por si no
os habéis dado cuenta... - miró muy seriamente a Emilia y a José-.
Que sepáis que vuestro Pepillo no es un petirrojo, que es un cuco.
Y
colorín colorado, Pepillo de la Torre y su familia fueron felices y
comieron perdices... aunque seguramente perdices no comieron al
final, porque son primas lejanas de los petirrojos y el canibalismo
en la familia está muy mal visto.
FIN
Luis Chacón de la Torre (Valdepeñas) es el autor de este cuento que ganó el III Concurso de cuentos infantiles "Felix Pardo"...